La ciudad de las ventanas rotas

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A diferencia de otros capítulos de la historia del Distrito Federal, donde la ciudadanía se ha manifestado libremente para defender sus derechos y exigir a las autoridades el cumplimiento de sus compromisos y responsabilidades, hoy este derecho es utilizado como estrategia política de grupos sociales bien organizados, que responden a una lógica clientelar y corporativa totalmente indiferente hacia las personas que vivimos en esta ciudad.



En 1969 Philip Zimbardo, psicólogo social de la Universidad de Stanford, realizó un interesante experimento que puso en evidencia la relación causal entre la degradación del entorno y la violencia social. Su experimento consistió en abandonar un coche en el peligroso barrio del Bronx en Nueva York y otro vehículo idéntico en el barrio residencial y tranquilo de Palo Alto, en California. En el caso del Bronx, tan solo en diez minutos el coche empezó a ser desvalijado y en menos de una semana únicamente quedaban restos de su carrocería, sin ningún valor comercial. El segundo auto no sufrió ningún tipo de acto vandálico durante la primera semana, pero en el momento en que los investigadores decidieron intervenir, rompiendo una de sus ventanas, los residentes de Palo Alto destrozaron el vehículo a la misma velocidad en que lo habían hecho los habitantes del Bronx.

Este tipo de experimentos llevaron a George L. Killing y James Q. Wilson a desarrollar en la década de los ochenta la “teoría de las ventanas rotas”, sustentada en la idea de que si la ventana de un edificio se rompe y no se repara, pronto todas las ventanas del edificio acabarán rotas. De acuerdo con esta teoría, hay una relación entre las zonas con mayor incidencia delictiva y las condiciones de destrucción y abandono de los espacios de convivencia social.

Aunque el deterioro del entorno no es la única causa que explica las conductas delictivas o la violencia social, sí es un factor que contribuye cada vez más a la indiferencia hacia la fragmentación social y a adoptar una postura más pragmática hacia el orden jurídico: “cumplo la ley cuando me conviene”.

En los últimos años nos hemos habituado a convivir con hábitos o prácticas que limitan la construcción de una convivencia social armónica, basada en el cumplimiento de las normas jurídicas que nosotros mismos nos hemos dado a través de nuestras instituciones, como es el caso de las marchas y plantones que han pervertido el ejercicio de la libertad de manifestación.

A diferencia de otros capítulos de la historia del Distrito Federal, donde la ciudadanía se ha manifestado libremente para defender sus derechos y exigir a las autoridades el cumplimiento de sus compromisos y responsabilidades, hoy este derecho es utilizado como estrategia política de grupos sociales bien organizados, que responden a una lógica clientelar y corporativa totalmente indiferente hacia las personas que vivimos en esta ciudad. Lo que buscan es colapsar nuestras calles y nuestra vida cotidiana para poder negociar con el gobierno la defensa de sus privilegios y prebendas, a cambio de liberar nuestros espacios públicos.

Frente a esta estrategia perversa, los capitalinos debemos tolerar el secuestro colectivo cometido por los mismos grupos clientelares y corporativos de siempre; los empresarios deben asumir los costos económicos de las marchas y plantones; las instituciones públicas se ven obligadas a suspender la prestación de servicios públicos; o los enfermos y accidentados deben encomendarse a todos los santos disponibles para poder llegar a un hospital.

En ningún régimen democrático la libertad de manifestación se ejerce de manera absoluta y sin restricciones. En el caso de México, la Constitución establece que el ejercicio de esta libertad no debe afectar derechos de terceros, perturbar el orden público o implicar la realización de conductas delictivas.

Desgraciadamente, en el Distrito Federal no tenemos un marco jurídico que defina los supuestos en que la autoridad debe responder cuando se violan estos límites constitucionales. Existen leyes y protocolos que regulan el uso legítimo de la fuerza, pero la actuación de la autoridad frente a los manifestantes que transgreden abiertamente la Constitución, dependen más de una decisión política que de una acción institucional respaldada por el principio de legalidad.

El pasado viernes la Policía Federal, en coordinación con las autoridades locales, realizó un amplio operativo para desalojar del Zócalo a los maestros de la CNTE, quienes llevaban más de veinte días invadiendo esta plaza de alto valor histórico para todos los mexicanos. Ahora amenazan con volver a montar su plantón este miércoles y radicalizar su estrategia en varios puntos de la ciudad, con el fin de “mostrar músculo” y reiniciar las negociaciones con el gobierno federal, cuando es obvio que las reformas educativas aprobadas no sufrirán reformas en los próximos meses.

En este sentido, celebro que este operativo haya sido exitoso, pero al mismo tiempo considero que este hecho nos debe servir para evitar que en el futuro nuestras calles y plazas sean tomadas por los mismos grupos sociales de siempre que no muestran ningún respeto por quienes habitamos esta gran ciudad.

Con este operativo se demostró que se puede utilizar legítimamente los cuerpos policiales sin violentar los derechos humanos. Por ello, las autoridades no deben esperar a tener sitiado nuestro Centro Histórico para recuperar este espacio público fundamental para la vida económica, social y cultural de la ciudad; tampoco deben esperar a que los manifestantes lesionen a los policías para poder detener a quienes cometen delitos o transgreden el orden público; y mucho menos deben prestar todas las facilidades –y recursos- para que estos grupos bloqueen calles o se apropien de nuestras banquetas y parques, dejándolas en condiciones sucias, insalubres e indignantes.

Lo que sucedió el viernes nos debe servir a los capitalinos para impulsar la reglamentación del derecho de manifestarse libremente e impedir que nuestra ciudad siga siendo utilizada como moneda de cambio en las negociaciones políticas. No se trata de prohibir el ejercicio de esta libertad, por el contrario, el objetivo debe ser definir las reglas básicas de convivencia entre la libre manifestación de las ideas y los derechos de los capitalinos. Necesitamos una participación ciudadana activa que no dependa de violentar los derechos de los demás para obtener sus objetivos y generar conciencia sobre los principales problemas del país.

Somos una sociedad abierta y progresista que ha sabido ampliar y reglamentar los derechos y las libertades de sus habitantes. En temas similares o más polémicos, como la despenalización del aborto o la legalización de la mariguana, hemos privilegiado el debate y los acuerdos, convirtiéndonos en ejemplo a seguir para otras entidades federativas. ¿Por qué no podemos hacer lo mismo con el derecho de manifestarse? ¿A qué le tienen miedo nuestras autoridades: a los grandes sindicatos vinculados a las prácticas más corruptas y antidemocráticas; a perder votos en las urnas o a ser destituidos por aplicar la Ley?

Convoco a las autoridades y las organizaciones sociales a promover la realización de una consulta pública que pregunte a los capitalinos si quieren que este derecho sea regulado. Las mismas fuerzas políticas que pugnan por efectuar una consulta pública sobre la reforma energética, deberían ser la primeras en impulsar una consulta pública sobre la libertad de manifestación.

Por: Alejandro Martí

Fecha de Publicación: 18 de septiembre del 2013

Fuente: Animal Político

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